Disparé, y el hombre cayó. Salí de mi escondrijo para ir a ver si estaba muerto. Mientras vadeaba el torrente, el hombre se levanto inesperadamente y desapareció por entre los matorrales de la orilla, antes de que yo tuviera tiempo de coger el fusil. En el sitio donde había caído, la hierba estaba manchada de sangre. Empecé a seguir las huellas rojas que el herido habia dejado sobre la hierba y sobre las manchas de nieve. No podía haber ido muy lejos. Al llegar a un cierto punto las huellas se perdian en un terreno cenagoso. Agucé el oído, reteniendo la respiración. Comenzaba a oscurecer. No sé cuantas horas pasé así, al acecho, y después volví a ponerme en busca del herido, registrando los matorrales, por detrás de los peñascos diseminados del Cordevole.
Después de una larga búsqueda, volví a encontrar las huellas. Pero ya era de noche. Agazapado detrás de una roca, con el fusil a punto, esperaba que el hombre se moviera, que profiriera una queja, o que de cualquier modo se descubriese. Pasé la noche así, hasta que empezó a amanecer y yo volví a seguir las huellas de sangre que, de vez en cuando, donde el herido se había detenido para recobrar el aliento, se ensanchaban formando un charco rojo sobre la hierba. El sol estaba ya alto. Las huellas remontaban el valle hacia los prados de Arabba, bajo el Pordoi. Me di cuenta de que era ya tarde por el color más oscuro de la sangre. Seguí las huellas, subiendo por el valle, mientras sobre el Col di Lana se alzaba la hoz de la luna: y las seguí días y días, años y años, hasta que mis cabellos se volvieron grises. Así ha transcurrido toda mi vida, desde aquel día lejano de la guerra de 1915 en que me puse a seguir aquellas huellas de sangre.
Hace tres años que en el hospital de Prato murió mi hermano Sandro. Yo venía de muy lejos, llegué a Prato por la noche, entré en el hospital, recorrí los pasillos desierto y empujé la puerta. Mi hermano yacía blanco e inmóvil sobre el lecho. Tenía los labios manchados de sangre, y roja de sangre estaba la almohada.
En el suelo, junto a la cama, había una gran mancha roja.
Hasta allí, hasta el lecho de muerte de mi hermano, me habían guiado aquellas lejanas huellas de sangre. Había empleado toda la vida, toda mi vida, para encontrar a mi hermano muerto.
CURZIO MALAPARTE
Forte dei Marmi, 1954
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